El falso ministro Miguel Arrazola promueve este movimiento metafìsico de la confesión positiva. Ver video en canal del Ministerio AlmadeDios en Youtube. |
Desde hace unos años ha venido infiltrándose entre la cristiandad evangélica la enseñanza falsa acerca de la importancia sobrenatural de lo que pronunciamos con nuestros labios. Es el mismo mensaje antiguo del diablo: " .....SERÉIS COMO DIOS...." y el mensaje moderno cuando Satanás tentó a nuestro Señor Jesucristo en el desierto: "Dile a estas piedras que se conviertan en pan y se convertirán".
Según esta falsa enseñanza, tus deseos expresados mediante tus palabras tienen fuerza creadora por sí mismas. Eso es equivalente a ser Dios. Esa fuerza creadora puede ser vista en la creación del mundo, en Génesis capítulo 1.
Podemos sintetizar en tres los postulados principales de esta doctrina:
1) Es la voluntad de Dios que todos los cristianos tengan perfecta salud, sanidad total, y completa prosperidad.
2) Dios se ha obligado a sanar cada enfermedad y de prosperar económicamente a los creyentes que tienen la fe.
3) Cualquier fracaso o falla no es la culpa de Dios sino es por la falta de fe o pecado de la persona envuelta.
Es verdad que las Sagradas Escrituras hablan de la importancia de algunas cosas que se confiesan con los labios. Pero, curiosamente, eso que se debe confesar es el señorío de Jesucristo, y su obra redentora en favor nuestro: Romanos 10:9, Mateo 10:32, Lucas 12:8, etc., y otra clase de confesión, netamente bíblica, como es la de los pecados: Levítico 5:5, 1ªJuan 1:9, Nehemías 9:2, Salmos 32:5, Mateo 3:6, etc.
Uno de los promotores de esta falsa doctrina, Kenneth Copeland propone su "fórmula de la fe" – (1) Ve o visualiza lo que quieres o necesitas, lo que sea. (2) Poseélo por medio de algún versículo de la Escritura. (3) Confiésalo para que exista.
Sin embargo, lo que realmente esta tendencia viene a tratar de imponer, es la creencia o la confianza en la palabra, como valor absoluto: esto quiere decir que lo que digo tiene poder en sí mismo, independientemente de la voluntad divina al respecto. Es más, lo que pronuncio con mis labios de alguna manera pone en funcionamiento la voluntad de Dios, llegando entonces al abismo ilógico de creer que el Señor depende de mí, y no yo de Él, como cualquier pensamiento racional haría suponer.
Esta pseudo-doctrina presentada por sus defensores como un gran hallazgo de hombres de Dios iluminados por una nueva revelación, no es por cierto nada nuevo. Al fin, deberíamos creer que no hay nada nuevo debajo del sol. Está tomada de cosmovisiones tan antiguas como el hombre mismo: el valor mágico de las palabras proviene de creencias esotéricas, orientales, más cercanas a brujos y chamanes que a ideales bíblicos.
La confesión positiva nos anima a desconocer cualquier cosa que no nos agrade o que nos duela: si estoy en la ruina, no debo decirlo, porque mi Dios es el dueño de todas las riquezas. Si estoy enfermo, tampoco debo decirlo, porque por sus llagas fuimos nosotros curados... En cambio, sólo debo pronunciar lo que quiero en mi corazón, y sólo porque lo diga, entonces se cumplirá. Así y todo, tampoco debo suplicar o pedir por favor: únicamente ordenar, y entonces ¡todas las huestes angélicas se pondrán en movimiento sólo por el poder de mis palabras!
Esta nueva ola de interpretación, entonces, vulnera por lo menos dos nociones fundamentales en el ideario cristiano: la fe y la soberanía de Dios.
Se debe tener fe en lo que Dios nos dice, jamás sólo en lo que se nos ocurre. Puedo decirle a ese monte que se eche en el mar, pero si Dios no me ha dicho que lo haría, en vano hablaré, gritaré o proclamaré. Puedo declarar con mis labios que algún paralítico ande, pero si no lo ha determinado así el Señor, solamente conseguiré destruir una vida.
No es nuestra fe la que pone en movimiento la "maquinaria divina", sino a la inversa: la palabra de Dios, emitida de acuerdo con su soberana voluntad, pone en funcionamiento la fe, la cual es también un don de Dios. Leamos atentamente algunos textos: Eclesiastés 7:13-14, Isaías 45: 9-12; Romanos 9:20-21.
En todos ellos, y en muchos otros que podríamos citar, se aclara que por sobre lo que creemos, o pretendemos creer, está Dios, sentado en su trono, decidiendo lo que es bueno o no para sus hijos.
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